20110602

Maestro Pepinos



¿Su nombre? No lo recuerdo, quizás nunca lo supe. Pero desde que tengo memoria y vivía en la 21 sur lo veía, con su canasto de frutas y el taburete plegable al hombro. Como no recordar al “Maestro pepinos” siempre rondando el Instituto Oriente y el Club Alpha Uno (Estaban pared con pared). Cuando era viejecito, su pelo blanco se volvió hirsuto (Que yo, siempre lo vi igual) vivía en la nueve poniente en un cuarto a un costado de la secundaria y prepa del Oriente. Ahí le daban albergue los Jesuitas, vivían él y su esposa en un pequeño cuarto, a un lado de mi salón de clases y ahí… descubrí el secreto del chile piquín con que aderezaba la fruta, el más famoso y buscado de Puebla. En las tardes lo preparaba su esposa mezclando los pequeños chiles rojos con sal de grano "de mar, porque a la otra le echan químicos y se sabe" y los molía ¡En metate! Ese era el secreto, pasarse una hora tosiendo, hincada de rodillas y dándole a la molienda entre las piedras.

Dicen que la historia de la humanidad cambió, o empezó, el día que descubrimos los condimentos y que de estos, los dos primeros fueron probablemente la sal y el chile. Y debe ser cierto pues hasta la fecha son imprescindibles, como realzan el sabor de cualquier alimento, ¡Y en especial la fruta!

Yo, recuerdo mucho una ocasión en que le di albergue al maestro pepinos, venía corriendo con todas sus avituallas al hombro y su canasto de sombrero. Todo apurado pasó frente de mi casa y le pregunté que le pasaba, “Salubridad” me contestó y le hice señas para que se escondiera en la cochera de la casa mientras se iban los inspectores de vía pública que lo acosaban, estaba lívido pero no pasó nada y conservó su mercancía. Desde entonces fuimos más cuates y me escogía buena fruta.

Preparaba los pepinos en un rito, todo un arte, que incluía cortarles un pedacito de la punta y restregarlo firmemente contra el corte “Para que no se amargue” después tomaba su súper filoso, desgastado y oxidado cuchillo (antes los cuchillos no eran de acero inoxidable y tomaban un color obscuro con los ácidos del limón)  y le hacía un corte en forma de corona (como el sombrero de Torombolo). Le ponía su famoso chile piquín y a disfrutar… un tostón era el costo.  

Las jícamas eran de a veinte centavos, de esos de cobre que servían para hablar por teléfono. Los perones verdes eran una delicia de a diario, porque los pepinos y los cocos eran para los sábados y domingos que salíamos de nadar y había con qué $$$$$$

Y claro, no recuerdo haberme enfermado algún día con sus delicias, a lo más la lengua escaldada de tanto picante. Ni con él, ni con las nieves del Colima o los merengues de a volado. Tampoco me enfermaban los churros y las papas del Ruso con esa salsa que usaba para limpiar metal. ¡Y mucho menos las tortas de Enrique! Mi chofer del camión escolar que prepara tortas hasta la fecha (Su familia). Y nones con los molotes o las chalupas, las picadas o las gordita del puesto de a la vuelta. Bueno, ¡Ni beber agua de la llave afuera de la escuela me enfermaba!



Y qué remedio, seguiremos caminando y aprendiendo, ¿Será eso a lo que llaman vivir?

2 comentarios:

Indio Cacama dijo...

siempre le echan la culpa a los pepinos, aquí o en Europa

Anónimo dijo...

Es que es como si lo estuviera viendo...
Genial el relato, aunque confieso nunca comí de sus productos, tu sabes esto que te decían a cada rato...¡¡no comas nada en la calle!!, y aunque no lo parezca era yo reteobediente....

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