20110522

La tlapalería, cueva de la última verdad

Son pocas las vicisitudes que necesitamos en realidad para forjarnos, y muchas de estas solo nos hacen falta cuando la noche se convierte en horizonte y se funden en sueños que se cuentan en voz baja, al amparo de los espíritus mezcaleros:
 –Aquí dentro no se puede vivir, solo la malpasamos y hay que recoger los pies de cuando en cuando, mientras todo se agota de a pocos. Pero hay un orden y hay que seguirlo antes que nada-
Eso me susurro el pequeño hombrecillo, antes de dejarse caer desde la bolsa de mi camisa hacia el piso de tierra de la cantina. Dio un pequeño respingo y se dedicó a caminar hacia el desierto y nada más alcance a oír su vocecita
-Ahí me alcanzas cuando termines, ¡Sin miedo!-
Y ya nomás ahí me fui tras él, no lo podía perder, y no era cosa de amedrentarse. No es suficiente con dar las primeras trancadas, es necesario terminar por adentrarse en la obscuridad, oler el camino y sentir como nos recorre el viento y la temperatura baja, mientras el rocío te agobia cuando te sella los pulmones el frío. Primero la noche y después el día, en una cadena infinita en que abres los ojos y no sabes que pasó ayer en la secuencia de hojas que perdieron sentido una vez y ya no se pudieron acomodar, desandando el camino que nos llevó a lo profundo del subterráneo que solo tiene una salida y hay que tornar, recogiendo lo andado, oyendo los ruidos que dejamos atrás y que ya son silencios.
Me agacho en la penumbra para buscar piso y siento una pasta húmeda entre los dedos, me la llevo a los labios y siento su sabor a tierra que me abre los sentidos. Tanteando el piso siento que algo me pica los dedos y los vuelve hábiles, recogen un puñado de hongos de entre las piedras.
-Soy el pobre que más fiestas hace y más trancas se brinca. Mientras más triste estoy, más música y fiesta pido para perder memoria y acumular recuerdos-
Mas solo era una peregrinación de cuentos caminando despacio, que se caían en pedazos conforme los leía y las iba acomodando sin sentido ni orden, en la cola del libro que un Dios sin orden amolda. Y yo, cada vez que una hoja viene al revés, volteo para regresar a lo anterior en un ciclo que nunca va a acabar, entran y salen por mi cuerpo y entre mi alma. No sé si estoy dormido y ni me imagina quien me espera; un Don Tancredo a medio patio con tunas de sangre en las manos
–Si estas esperando una señal: Esta es-
No es de Dios hablar tan claro
-Sube y baja, entra y sal, la cosa es encontrarte y saber quién eres, para después construir con esos recuerdos-
Saco de mi bolso, de uno en uno, los siete pequeños hongos amargos que arranqué en el cerro y empiezo a hablar sin oírme, sin saber que cuenta ni a quien me dirijo
-Cuando dejes de ver, esta es tu linterna. Mastícalos uno a uno, y escupe en esta bolsa lo que no puedas tragar, amánsalos con mezcal y no los dejes en la cueva porque los espíritus se alebrestan, y si te da miedo: ¡Te duermes para no regresar!-
Me quedo con un dilatado gesto amargo, entre amor y odio que pesa mucho. Así y solo así, las paredes empezaron a tomar forma y los sentidos se aguzaron, eso ya era mi territorio. Empiezo a oír el ruido de las cosas inertes, y aun antes de que me hablaran ya sabía que quería decirle. Lo adivinaba, ser idiota es algo perfecto.
-Dónde está tu cuerpo ¿O cómo? ¡Ya perdiste tu encarnación!-
-¡Solamente está sangrando!-
Es entonces cuando me prende el silencio, los labios dormidos despiden incongruencias y escupitajos secos, el ruido crece y me ensordece cuando se vuelve un murmullo incoherente para mí, que oigo y no presto atención. Me dijo el pequeño hombre con su voz de pájaro ante el tlacuilo que sale de la tlapalería con su morral lleno de tlapalli para trabajar el cozamalotl
 -¿Qué, es? Sinceridad o cinismo resentido, deja de gritar y dibuja las voces si quieres escucharte-
Y todo se inunda de colores, en realidad apenas sucede pues no tengo espacio para huir y eso me desespera. Ese estar solitario, sin bastimento y exánime entre tantas cosas que tienen un pasado de silencios, me desconozco a mí mismo, solo me queda escupir verdades, trazando palabras en el viento, frente a mí. Siento náuseas y me dejo llevar por las arqueadas que terminan de purificar mi cuerpo ¿En qué nos quedamos?; En que me amenazo con enseñarme el mañana y saber que hay algo de díceres o rencores que hablan tan fuerte que no se escuchan entre la irritante ceguera de mis sentidos.
-¡Las rocas son negras, no las veo! Son como palabras sueltas que no dicen nada, como muertos hinchados a punto de desgranarse que se anclan al piso. Si te mueres, ¡Ni te me vengas a aparecer! Que con mis muertos tengo suficiente. Aquí se feliz mientras puedas, al fin esta placidez no es la alegría-
Porque en caso de absoluta necesidad también se pueden usar los ojos para ver, pero es ahí donde pierdo el sentido y no sé qué hay mañana. Porque al volver a leer, los detalles varían si no tengo la verdad, no me puedo dedicar a decir mentiras. Cuando el tiempo y lo negro fortalecen su hondura y las brechas eso solo es tenerle un miedo a los locos, que no a la locura descombrada. Y el que no sobrevive se queda apestando la cueva por mucho tiempo, mientras los gusanos acaban su tarea y una niebla ciega el camino a los  que tratan de entrar a buscarlo y solo lo huelen. Escribo y comparto, esa es una carga que tengo, después de pepenar mis penas y almacenarlas en el traje de tigre que tengo puesto, el camino al averno está lleno de buenos propósitos y es algo siniestro que hace de la vía algo siniestro e indigerible. Así, donde yo estaba me cercaba y extrañaba, reflejado en un trozo de obsidiana filosa y brillante. Acechándome atrás de cada silencio y sombra. Tres personas se molestaron porque no les dijeron que tenían que hacer, ni que misterio se iba a descubrir esa noche al entrar a lo hondo
–Aquí no hay nada nuevo, todo lo llevas tú dentro pero solo lo encuentras en el viaje-
Avanzamos opuestos y en el mismo sentido, me doy cuenta que mi señor está también intoxicado, no es un diablo. Solo es un Dios borracho que me acompaña, altera y se desfoga en mis correrías, doy una bocanada de aire fresco que hace que mis pulmones revienten, un dolor llega a mí. Algo es cierto, con el tiempo esos pasos se borraran y no habrá quien me siga ni viole mi intimidad. Ahí me entraron las fiebres y se quedaron todos los que me seguían, pálidos, con cara de sarcasmo amargo en el fondo. No quiero ser experto en manejar muertos sino en buscar salidas, digo mientras descuelgo el cigarrillo de mis labios y lo apago en el fango.
–Conmigo, el viaje es importante pero el destino lo es más-
-Cualquier camino es bueno para ir a ningún lado-
Es solamente llegar y sentir un desierto vano que poseo, que es mío y lo puedo moldear porque nada compite con la aridez (Quizás solo la desolación). Pero solo yo oigo mis dolores quejarse. Hace tiempo que desconfío hasta de mis sombras, esas que me siguen y no quiero ver y que ahora sé que son a quien debo cazar. Prenderlas es tan difícil como dejar constancia y apurarse a salir, así, no lo es. Porque cuando no tienes nada, la fortuna y la suerte son todo tu capital. Regreso de a pocos, afanándome por traducir las nubes que se acercan a mí y reflejan mis invenciones. Mi mente está en blanco, mis ojos ciegos no ven y omiten lo pasado, mis sentidos se resuelven en palabras aisladas que rebotan varias veces y caen sin unirse.

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