Es encabruñante tener que
esperarla, me sientes abandonado a la suerte y espero cada golpe sin remedio.
Cuando llega, es llegar la fiesta, siempre está acompañada. Viene el miedo, se
atraviesa la angustia, están las prisas por no hacer nada. Uno cede y ¿Para
qué? Empezar de nuevo para que vuelva a suceder. Sale a la superficie sin su
pudor de luna, se inunda de mar en el horizonte y me ahoga mientras espero. Y
yo, solo, agarrando cariño para poder extrañarle con más gana. Intento emerger
y tomar aire. Entro a la cantina y pido un café doble para que entre disparos
de cafeína y tragos de agua fresca, me vea llegar y piense en los dos deseos
que me quedan y aun no le he pedido.
Obscureció y me doy cuenta de la soledad,
caminó y veo que ni su sombra me acompañaba con la boca seca del miedo que
escurre su humedad a mi cuerpo. Lo único que pasa es el tiempo.
-Qué injusto es el trance-
Y hay que permanecer quietos y
dejar que pase. Transcurre y deja jirones de nubes que la suplen entre sus
pasos y el tiempo, que se vuelve carnoso
y aguoso, como su nombre que huele a lloro.
Cuando se dio cuenta, ya era
demasiado tarde para dejarse llevar por alguien o por algo, se quedó corta de
aliento mientras veía que lo único que se escurre es el punto. En su mente todo
funciona mejor que en lo real, y se da cuenta que todo es igual, nada ha
cambiado, pero ahora solo es patraña. Se aferró al poste y miro al horizonte
tratando de ver el tamaño de la tormenta. Y pensó que esta tarde, como todas
las tardes de tormenta, se enamoraría de nuevo. Tan fácil, solo dijo “punto” y
se fue a reciclar su amor en otra parte. ¡Que terrible es estar cuerdo!
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