Día de muertos
La panadería está esquinada en la
última calle del pueblo, es una antigua capilla de piedra que cambio de uso y
se quedó en la soledad de la filo del pueblo. Se pierde en las afueras del lugar,
ahí por la salida de la barranca y antes de los campos de cempasúchil de junto
al panteón. En las mañanas, el humo de su chimenea se escurre entre la arboleda
que va rumbo a la parroquia y se impregna entre la neblina de madrugada con el
aroma de las flores.
El tahonero abre la puerta para verificar
que la temperatura del horno de leña sea la exacta para dorar el pan. Sus ojos
de desvelado están enrojecidos, se lame los labios para quitarse el sudor, tiene
una sensación en la lengua entre salada y acre. Está en su punto el calor y se
apresura a mezclar las harinas y el agua.
Aún después de haber terminado el
amasado, sus uñas todavía muestran restos de tierra y le duelen. Checa de nuevo
el horno para ver que los últimos restos estén bien quemados, y que no
impregnen su pan con el olor a carne.
Ya el último rescoldo del fuego
se está apagando, es hora de poner la tanda de pan a hornear y aprovechar todo
el calor. Al centro del horno, está un pan diferente, lo forma como un muñeco y
lo trata de hacer sonreír.
-Este si es el verdadero pan de
muertos, ¡Excelente pan de muerto!-
Se dice.
-¡En la mejor de sus acepciones!-
Se contesta a sí mismo.
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