Muertos y Todos Santos
Mucha la gente del pueblo decía que no existía y él, nunca los desmintió. Prefería caminar por el pueblo con la alegría de los ignorantes (que siempre son felices) y aunque siempre tuvo la sensación de existir, nunca se concretó pues nunca murió, por la sencilla razón de que no existió y estaba asombrado por ello. Quizás por eso persiguió dejar una constancia que contradijera lo que sentía.
Salió del pequeño cuarto en que se ocultaba de la luz en la parte trasera de la sacristía, una especie de bodega que olió a tiempo que se estanca y ritos de una vez al año. Esperó a que las mujeres del pueblo terminaran de cuchichear en las esquinas para atreverse a ir a la fuente a lavarse y para tomar agua mientras se fijaba en el alegre correr de los niños rumbo a la escuela, cayó en cuenta que no era ni sábado ni domingo. Regresó a la iglesia y fue al lugar de las ofrendas y comprobó que tenía algo que comer, fue entonces cuando vio la nota críptica adosada al bulto de la ofrenda. Especuló que era una petición a algún santo, pero no, era una nota claramente dirigida a él por alguien que lo alimentaba y lo conocía.
Eso lo inquietó, pues siempre pensó que pasaba desapercibido entre la cortina y los escondrijos del coro o el confesionario vacío del fondo. -¡Pero si yo lo único que quiero es mantener limpia la iglesia!- Pero no, siempre había algo más detrás del placer que le producía el ruido de la escoba pasando entre los resquicios de las piedras y el olor a tierra de las mañanas arrastrándose por entre las viejas piedras.
Observaba la iglesia como algo vivo, que no pulcro, mientras el ruido de las oraciones como algo que lo transportaba, pero no era agradable a sus oídos y le llegaba de todos lados, se sintió mareado e inseguro. Y el hecho de que las comadronas cada día desafinaran con más gusto cuando intentaban cantar, lo llevo a prescindir del oído y concentrarse en la intención del canto, un casi llanto. Conocía cada una de las voces de mucho tiempo atrás y mientras adivinaba sus vidas, entendió que ese sufrimiento era gustoso y las plegarias correspondidas.
El espíritu del lugar le envolvía mientras lo recorría con la vista, subió al altar mientras fingía barrer. Aprovechó para tener una vista completa, la curiosidad lo llevó a la parte de atrás donde estaba la cripta y entró sintiendo que la transgredía. Ahí estaba, su nombre en una gaveta del nivel más bajo y sin pensarlo, buscó entre sus cosas el pequeño papel, puso la nota resguardada en un resquicio, después de todo… era para él. Limpió cuidadosamente la piedra gravada y trató de acordarse desde cuando permanecía ahí, sintió en sus ojos el reverberar de las veladoras que se consumían despacio atrás de él, como atravesándolo, y se sintió transparente, lloroso, y trató de levantar sus manos para enjugarse, no pudo.
Salió cuando creyó que estaba en un horrible y extraño lugar lleno de una música plana, atónica para su ser, y regresó a sus vanas actividades de todos los días, semanas, meses, años. Y así, cada día se sintió mejor después que ojeó aquella nota en el papel y el epígrafe en la laja. ¡Alguien sabía de él!
Mucha la gente del pueblo decía que no existía y él, nunca los desmintió. Prefería caminar por el pueblo con la alegría de los ignorantes (que siempre son felices) y aunque siempre tuvo la sensación de existir, nunca se concretó pues nunca murió, por la sencilla razón de que no existió y estaba asombrado por ello. Quizás por eso persiguió dejar una constancia que contradijera lo que sentía.
Salió del pequeño cuarto en que se ocultaba de la luz en la parte trasera de la sacristía, una especie de bodega que olió a tiempo que se estanca y ritos de una vez al año. Esperó a que las mujeres del pueblo terminaran de cuchichear en las esquinas para atreverse a ir a la fuente a lavarse y para tomar agua mientras se fijaba en el alegre correr de los niños rumbo a la escuela, cayó en cuenta que no era ni sábado ni domingo. Regresó a la iglesia y fue al lugar de las ofrendas y comprobó que tenía algo que comer, fue entonces cuando vio la nota críptica adosada al bulto de la ofrenda. Especuló que era una petición a algún santo, pero no, era una nota claramente dirigida a él por alguien que lo alimentaba y lo conocía.
Eso lo inquietó, pues siempre pensó que pasaba desapercibido entre la cortina y los escondrijos del coro o el confesionario vacío del fondo. -¡Pero si yo lo único que quiero es mantener limpia la iglesia!- Pero no, siempre había algo más detrás del placer que le producía el ruido de la escoba pasando entre los resquicios de las piedras y el olor a tierra de las mañanas arrastrándose por entre las viejas piedras.
Observaba la iglesia como algo vivo, que no pulcro, mientras el ruido de las oraciones como algo que lo transportaba, pero no era agradable a sus oídos y le llegaba de todos lados, se sintió mareado e inseguro. Y el hecho de que las comadronas cada día desafinaran con más gusto cuando intentaban cantar, lo llevo a prescindir del oído y concentrarse en la intención del canto, un casi llanto. Conocía cada una de las voces de mucho tiempo atrás y mientras adivinaba sus vidas, entendió que ese sufrimiento era gustoso y las plegarias correspondidas.
El espíritu del lugar le envolvía mientras lo recorría con la vista, subió al altar mientras fingía barrer. Aprovechó para tener una vista completa, la curiosidad lo llevó a la parte de atrás donde estaba la cripta y entró sintiendo que la transgredía. Ahí estaba, su nombre en una gaveta del nivel más bajo y sin pensarlo, buscó entre sus cosas el pequeño papel, puso la nota resguardada en un resquicio, después de todo… era para él. Limpió cuidadosamente la piedra gravada y trató de acordarse desde cuando permanecía ahí, sintió en sus ojos el reverberar de las veladoras que se consumían despacio atrás de él, como atravesándolo, y se sintió transparente, lloroso, y trató de levantar sus manos para enjugarse, no pudo.
Salió cuando creyó que estaba en un horrible y extraño lugar lleno de una música plana, atónica para su ser, y regresó a sus vanas actividades de todos los días, semanas, meses, años. Y así, cada día se sintió mejor después que ojeó aquella nota en el papel y el epígrafe en la laja. ¡Alguien sabía de él!
5 comentarios:
Creo que muchos blogeros compartimos ese sentimiento cuando alguien nos deja un comentario. (snif)
Como me ha gustado!!
Cuando menos te lo esperas, alguien te puede demostrar, con un pequeño detalee, que no eres lo que tu piensas, te hace vivir, recordar que puedes existir.
bss
Qúe manera de dominar el relato,
Manuel!
Hacía un buen rato que no colgaba
un comentario, aunque siempre te
leo, no siempre, me atrevo...
Un saludo muy cordial.
BB
Pues sí, me ha gustado. Y también porque no decirlo el fantástico tamaño de la letra que es que a estas edades estas cosas se agradecen, jajajaja.
Hey, Manuel... la semana pasada te mandé un obsequio que tenía pendiente contigo desde hace tiempo. Aparte, era como que una deuda personal conmigo, jaja. Te envié un correo a gmail para pasarte el número de guía por si las dudas. Ojalá te guste.
Échale un ojo, porque estás comtemplado para el siguiente proyecto.
Un abrazo.
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