Amores que matan, para poder sobrevivir
Usa mucha blusas blancas con flecos muy femeninos que combina usualmente con faldas largas –Todo lo compro al dos por uno y fuera de temporada, sino, no se puede- y le gustan las telas pesadas para parecer como antigüita, como de caleidoscopio, pero la verdad es que no tiene gusto para vestir en la serenidad con que lleva la vida –Ay… no se que ponerme- y no le importa eso, ya que a final de cuentas solo sirve para cubrir la ropa interior de color café con leche que siempre, supongo, usa sobre su piel tan blanca; de los zapatos, mejor ni hablamos. Para Gloria es fácil aceptar las fantasías si tienen algo un poco verosímil, por Dios, bien sabe que todo es una mentira absoluta, que pudo ser y al final será tan existente que la llevaría dentro y formaría parte de su forma.
Siempre es ella misma, siempre escrupulosamente sobre el mismo reloj que es la espada de toda la vida, ese que siempre marca las mismas horas para hacer lo mismo cada día, y día a día, bueno, el tahalí de cuero la ha cambiado un par de veces cuando el desgaste ha sido demasiado evidente. Siempre acostumbrada a su rutina semanal, excepto los sábados que vuelve a colocar su ropa recién lavada y asoleada –Me choca el olor a humedad- cuidadosamente en las gavetas de su closet como sarcófagos de ordenados, entre los jabones de dulce olor para el domingo -Que es día de guardar- en que aprovecha las tardes para sentarse un rato al piano y después, en su pequeño secreter de cuando era niña, a escribir su diario de siempre –Como me enseñó mamá- y disfrutar las cosas que con tanto empeño arregló el día anterior. De vez en vez, mientras descansa la vieja pluma Parker de dos colores y ese punto que varía de lo más fino cuando escribe cartas de amor, a esos rasgos gruesos azules, siempre azules, de cuando finge enojarse con el papel mientras escribe, y la acompaña desde la secundaria cuando se la regalo su tía Maria del Pilar, esa de pelo largo, negro y sedoso –La que siempre está sonriendo- que perpetuamente se acuerda de ella en sus cumpleaños porque le envidia su serenidad para existir.
Saca la agenda negra que todos los años lleva meticulosamente para ver sus citas del día y saber que es lo que “no” va a hacer esa semana, se pone sus lentes, porque a final de cuentas está escrito desde siempre, desde que se acuerda como su padre la enseño a llevarla, día a día y con la misma tinta índigo y letra alemana, con espíritu de contador de empresa familiar, los números de emergencia en la última pagina y siempre sin actualizar –A fin de cuentas nunca los he usado- junto al mío que por alguna misteriosa razón se niega a poner en la M del directorio. Todos los días de la semana cuando atardece, llega a su casa y al abrir la puerta, respira profundo para llenarse los pulmones con el olor de su morada, para avisar que ya llegó, o más bien para comprobar que no hay nadie, porque tiene varios años de vivir sola y cada vez siente más miedo al llegar y encontrar todo a obscuras, –No tengo miedo, no tengo miedo- se dice a si misma mientras llega a un apagador y lo acciona sintiendo alivio, entra a la cocina a prepararse el mismo té de azahar de siempre –Ya no sabe igual que antes- y se sienta en las sillas verdes de aluminio del desayunador para ver algo de televisión y cenar cualquier ligera que siempre la mantenga delgada –Es de mala educación cenar en la cama-
Así era todo el tiempo excepto un día cada mes, cuando me invita a… copular –Siempre me a gustado la palabra copular, es tán…diferente- era el día que aprovechaba para cambiar sabanas y poner una almohada extra, quitarme poco a poco la ropa sin dejarme participar en la ceremonia y doblarla cuidadosamente encima de su cómoda de madera perfumada –No quiero parecer egoísta pero no hay lugar en mis cajones- antes de entrar ella misma al baño presurosa, sin siquiera un pequeño coqueteo previo a la ulterior relación, para desnudarse y salir envuelta en una toalla para meterse casi subrepticiamente con las luces apagadas a la cama, para dejarse querer de a poquitos toda la noche del final del infinito, con tal silencio que opaca mis palabras, y así, hasta el amanecer. La verdad es que en una ocasión, mientras Gloria estaba en la ducha, guardé algo de ropa mía en el cajón de abajo, ese que nunca había visto abierto y me sorprendí cuando lo vi lleno de libretas meticulosamente numeradas y con los originales de los escritos –Solo es un pasatiempo sentarme a escribir, no me hagas mucho caso- de la escritora favorita de los culturosos de la ciudad, que sorpresa para mi, que no la esperaba.
Siempre tuvo miedo de no parecer lo que era, una citadina estresada esperando un día del mes, con el mismo parco maquillaje y las cejas sin depilar y solo en ocasiones especiales un poco de perfume del que usaba su mamá – Mmmm… huele como a maderas-, -Olor a encierro- le puntualizaba yo, para a final de cuentas no saber donde está la sustancia y solo amar por amar las sensaciones. Y es que somos tan incapaces de ser, ésta es la verdadera tragedia de nuestra existencia, la de no poder, o no saber ser en el presente; se que no me incumbe, pero me preocupa –¿Que dirían de mi mis amigas?… ¡Si nos vieran!- más que a ella, que ya se acostumbro a tenerme. Usa una bolsa de cuero con un monedero de broche de esas que ya no se utilizan, pero son muy practicas y en la que cabe todo, atrás de las tarjetas de crédito que no usa –Pinches tarjetas, son un fastidio necesario-, escondida, tiene una foto mía que no se de donde sacó y siempre está impecable porque solo la mira de reojo muy de vez en vez. Es una víctima consumada –¡Eres un intelectual!... eso te lo digo sin ánimo de ofender, No se necesita talento… solo dedicarse- que siempre sabe donde está su lugar y… lo disfruta con el impostor de mi compañía por una vez al mes, esperando no tomar otra utopía incorrecta nunca.
Inmensamente irrelevante -¡Cuídate mucho hijita! siempre me decía mi madre- pero no, claro que el olor a mi, no, no lo puede disimular ni con esa fragancia dulce, entre mandarina y chocolate que usa de a diario y se pone meticulosamente antes de despedirme al día siguiente en la mañana para desahuciarme, dejarme impregnado y recordándola todo el día y todo el mes, al menos, eso es lo que pienso cuando la veo en la nostalgia del ojalá ya sea fin de plazo, y me hable melancólica para doblar en el alféizar de su serenidad mi corazon.
Usa mucha blusas blancas con flecos muy femeninos que combina usualmente con faldas largas –Todo lo compro al dos por uno y fuera de temporada, sino, no se puede- y le gustan las telas pesadas para parecer como antigüita, como de caleidoscopio, pero la verdad es que no tiene gusto para vestir en la serenidad con que lleva la vida –Ay… no se que ponerme- y no le importa eso, ya que a final de cuentas solo sirve para cubrir la ropa interior de color café con leche que siempre, supongo, usa sobre su piel tan blanca; de los zapatos, mejor ni hablamos. Para Gloria es fácil aceptar las fantasías si tienen algo un poco verosímil, por Dios, bien sabe que todo es una mentira absoluta, que pudo ser y al final será tan existente que la llevaría dentro y formaría parte de su forma.
Siempre es ella misma, siempre escrupulosamente sobre el mismo reloj que es la espada de toda la vida, ese que siempre marca las mismas horas para hacer lo mismo cada día, y día a día, bueno, el tahalí de cuero la ha cambiado un par de veces cuando el desgaste ha sido demasiado evidente. Siempre acostumbrada a su rutina semanal, excepto los sábados que vuelve a colocar su ropa recién lavada y asoleada –Me choca el olor a humedad- cuidadosamente en las gavetas de su closet como sarcófagos de ordenados, entre los jabones de dulce olor para el domingo -Que es día de guardar- en que aprovecha las tardes para sentarse un rato al piano y después, en su pequeño secreter de cuando era niña, a escribir su diario de siempre –Como me enseñó mamá- y disfrutar las cosas que con tanto empeño arregló el día anterior. De vez en vez, mientras descansa la vieja pluma Parker de dos colores y ese punto que varía de lo más fino cuando escribe cartas de amor, a esos rasgos gruesos azules, siempre azules, de cuando finge enojarse con el papel mientras escribe, y la acompaña desde la secundaria cuando se la regalo su tía Maria del Pilar, esa de pelo largo, negro y sedoso –La que siempre está sonriendo- que perpetuamente se acuerda de ella en sus cumpleaños porque le envidia su serenidad para existir.
Saca la agenda negra que todos los años lleva meticulosamente para ver sus citas del día y saber que es lo que “no” va a hacer esa semana, se pone sus lentes, porque a final de cuentas está escrito desde siempre, desde que se acuerda como su padre la enseño a llevarla, día a día y con la misma tinta índigo y letra alemana, con espíritu de contador de empresa familiar, los números de emergencia en la última pagina y siempre sin actualizar –A fin de cuentas nunca los he usado- junto al mío que por alguna misteriosa razón se niega a poner en la M del directorio. Todos los días de la semana cuando atardece, llega a su casa y al abrir la puerta, respira profundo para llenarse los pulmones con el olor de su morada, para avisar que ya llegó, o más bien para comprobar que no hay nadie, porque tiene varios años de vivir sola y cada vez siente más miedo al llegar y encontrar todo a obscuras, –No tengo miedo, no tengo miedo- se dice a si misma mientras llega a un apagador y lo acciona sintiendo alivio, entra a la cocina a prepararse el mismo té de azahar de siempre –Ya no sabe igual que antes- y se sienta en las sillas verdes de aluminio del desayunador para ver algo de televisión y cenar cualquier ligera que siempre la mantenga delgada –Es de mala educación cenar en la cama-
Así era todo el tiempo excepto un día cada mes, cuando me invita a… copular –Siempre me a gustado la palabra copular, es tán…diferente- era el día que aprovechaba para cambiar sabanas y poner una almohada extra, quitarme poco a poco la ropa sin dejarme participar en la ceremonia y doblarla cuidadosamente encima de su cómoda de madera perfumada –No quiero parecer egoísta pero no hay lugar en mis cajones- antes de entrar ella misma al baño presurosa, sin siquiera un pequeño coqueteo previo a la ulterior relación, para desnudarse y salir envuelta en una toalla para meterse casi subrepticiamente con las luces apagadas a la cama, para dejarse querer de a poquitos toda la noche del final del infinito, con tal silencio que opaca mis palabras, y así, hasta el amanecer. La verdad es que en una ocasión, mientras Gloria estaba en la ducha, guardé algo de ropa mía en el cajón de abajo, ese que nunca había visto abierto y me sorprendí cuando lo vi lleno de libretas meticulosamente numeradas y con los originales de los escritos –Solo es un pasatiempo sentarme a escribir, no me hagas mucho caso- de la escritora favorita de los culturosos de la ciudad, que sorpresa para mi, que no la esperaba.
Siempre tuvo miedo de no parecer lo que era, una citadina estresada esperando un día del mes, con el mismo parco maquillaje y las cejas sin depilar y solo en ocasiones especiales un poco de perfume del que usaba su mamá – Mmmm… huele como a maderas-, -Olor a encierro- le puntualizaba yo, para a final de cuentas no saber donde está la sustancia y solo amar por amar las sensaciones. Y es que somos tan incapaces de ser, ésta es la verdadera tragedia de nuestra existencia, la de no poder, o no saber ser en el presente; se que no me incumbe, pero me preocupa –¿Que dirían de mi mis amigas?… ¡Si nos vieran!- más que a ella, que ya se acostumbro a tenerme. Usa una bolsa de cuero con un monedero de broche de esas que ya no se utilizan, pero son muy practicas y en la que cabe todo, atrás de las tarjetas de crédito que no usa –Pinches tarjetas, son un fastidio necesario-, escondida, tiene una foto mía que no se de donde sacó y siempre está impecable porque solo la mira de reojo muy de vez en vez. Es una víctima consumada –¡Eres un intelectual!... eso te lo digo sin ánimo de ofender, No se necesita talento… solo dedicarse- que siempre sabe donde está su lugar y… lo disfruta con el impostor de mi compañía por una vez al mes, esperando no tomar otra utopía incorrecta nunca.
Inmensamente irrelevante -¡Cuídate mucho hijita! siempre me decía mi madre- pero no, claro que el olor a mi, no, no lo puede disimular ni con esa fragancia dulce, entre mandarina y chocolate que usa de a diario y se pone meticulosamente antes de despedirme al día siguiente en la mañana para desahuciarme, dejarme impregnado y recordándola todo el día y todo el mes, al menos, eso es lo que pienso cuando la veo en la nostalgia del ojalá ya sea fin de plazo, y me hable melancólica para doblar en el alféizar de su serenidad mi corazon.
7 comentarios:
Dicen que eres antigua
por tu cara blanca y tu falda larga...
dicen que eres antiuga porque me despides
desde la ventana...
oh, pues , a veces me acuerdo de ese tipo de canciones.
Me gustan este tipo de amores.
No sé si ya te lo dije antes pero disfruto muchisimo leerte. Saludos!
Esta historia me gusto mucho, es el tipo de relatos que disfruto... sigue escribiendo.
Y yo ya te "veo" en esa nostalgia del ojalá, Manuel... Me encanta leerte, saludos.
Manuel, gracias por darte la vuelta por mi espacio, bienvenido serás...
Recién descubro el tuyo, interesante. Saltan algunas imágenes a la vista...
saludos
manuel: ponle el anti spam a tu sistema de comentarios, para que los robots no te manden comentarios de promoción como el primero ( son spiders que detectan los posts recién publicados y mandan automáticamente los comentarios a granel) Puedes ir a settings/commnets/ y dale click en yes al word verification... De modo que quienes queramos comentar tengamos que llenar un recuadro con letritas (los robots, por supuesto no pueden hacerlo)..
salud
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