Doble vida de una calavera
Ella, ejemplar de mujer más no mujer ejemplar es la que delirante y omnipotente se deja caer sobre mis perturbados principios, porque los suyos están bien acendrados en el disimulo de quien se posesiona en sí misma para regalarse en un desprendimiento automático, fundido en las diferencias, porque si que las hay y en verdad me complementan. No es sencillo seducir almas ni contagiar pasiones ¡tiene que ser un crimen! o al menos una infracción de tránsito. Pero se abre la sesión y se tiene que declarar nulo el dictamen por falta de parte (la mejor porción). Y además, desvelarse juntos, que no es lo mismo que quitarme el sueño, no es nada serio, sigue siendo una comedia sin risas con un gran final tan circunspecto, como el enojo de los niños o la liviandad del aire cuando pasa entre los dos y termina de desnudarnos por su suave brisa. Pero no hacer nada ante la evidencia, es declararse culpable. Al fin eso no se aprende, se vive porque al final se reduce a redactar, en voz baja, códigos de miedo con un dejo de desasosiego que no lo es y, aunque esté escrito entre terceras personas es el yo mismo del espejo que me dice quien, que o donde soy y estoy, siempre entre lo posible y lo deseable para buscar un lugar en la nada. Me alucina saber que al final el tiempo pasa tan lento que no alcanza a dejar huella, y no pasa nada, o casi nada, solo quedó un difunto exquisitamente envuelto en el humo de una tragedia inacabada en que se convive con el cadáver que me permitió vivir mi vida y disfrutar la suya. ¿Lo negaré todo? Pues así es, la locura es lo más sano que conozco, y como hace tiempo que no me hago caso ya me considero un desalmado que se quiere mucho y es tanto mi amor que voy a enviar flores al azar, ojala y me toquen a mí porque no son azahares, son cempasúchiles.