Árboles y flores
Ninguna de las plantas se dio cuenta de que estaban en el camposanto empezando a maravillarme. Mi apego surgió primero con las dalias que estaban en el atrio de la iglesia, en medio de los cempasúchiles marchitos. Tratando de adornar las cruces de madera a medio pudrir, como para dejar escapar al viento sus olores, cual parte de viejos espíritus que se acaban con la tarde entre las ramas que escurren del pirul al tiempo que se juntan las dos puertas del atrio cuando las cierran para dejarme aquí dentro, las que siempre están envueltas de lado a lado por los gruesos muros de adobe hechos a fuerza de pisar el lodo como para no dejarte salir.
Y así se suspende el tiempo hasta el repique del amanecer, y yo me quedo habitando otra época, mientras veo cómo descansan los ramos sobre la tierra, acompañados por la ola de murmullos del viento desmenuzados en las últimas sombras de las esquinas, llenas de las ramas de buganbilia morada que todavía me recuerda el luto, entre las jacarandas secas del invierno rasguñando una pared con el viento para dejar caer un poco de barro, como recordándome que algún día estuve vivo.
Ojalá llueva esta la noche, para que se alegren las campanas de la torre en la mañana y el ocote no cruja en por la tarde. Para que cuando despierte la gente; me vea ahí, acurrucado junto a la puerta del campanario sin dejar de observar los ahuehuetes, donde pega menos fuerte el frío y puedo ver mi tumba para sentir quién me llora.
Y entonces, poco a poquito, pasará el tiempo hasta que me acostumbre a mi agujero, tan lleno de tierra, en que ya no es muy difícil imaginarme abajo, desapareciendo lentamente entre las raíces y que sólo está arreglado con esta cruz de caoba cada día más despintada, en la que ya no acierto ni a leer mi nombre.