La calle huele a muchedumbre:
Vendedores herrumbrados se estacionan en las banquetas, fuerzan a muchos a
caminar presurosos al centro de la calle, en las aceras los charcos se pudren
con el calor y la basura maloliente de tres días. Niños sudados de después del
colegio dejan su estela de olor a lápiz y recreo mientras estorban el paso con
sus mochilas llenas de útiles. Hay comida grasosa en enormes anafres que se
vuelve fritanga apestosa y turbia. Perros lacrados con manchas de mugre y
olores indescifrables circulan buscando que comer y donde arrimarse. Más gente,
masas sin ocupación, sensacionalmente sucias, que se dejan llevar por la
corriente adversa hacia ninguna parte, caminan, ignoran a los merolicos que
tratan de engañar a alguien con un producto ya quemado de muchas tardes,
vendedores que gritan con su voz chillona para llamar la atención y solo
fastidian. Algunos borrachos salen de ver a su cantinero y arrastran su vicio,
despojados de su raya, tratando de no vomitar su ignorancia. Solapado entre las
sombras un grupo de personas espera el autobús y se comparten su prisa para
regresar a casa, irritables por todo hacen una fila inútil. Una ráfaga de
viento no alcanza a disipar el calor almacenado de tanta gente que parece no ir
a ninguna parte mientras permanece casi sin avanzar esperando algo que no pasa
y el viento se estaciona pesado, denso, agobiante.
En medio de la calle, María
camina rozagante con el vestido ligero color violeta que la hace verse tan
glamorosa y fresca, la falda vuela espectacular abriéndose paso, sin
contaminarse avanza gloriosa. Su cara tan limpia no disimula ser feliz mientras
avanza entre la gente fingiendo pasar desapercibida. Sonríe a todos y a nadie
mientras camina con su cabellera tan suelta y etérea de “mírenme”, deja una estela
de perfume fresco.
Calle abajo estoy yo, disimulado
contra un poste y esperando.