20091125

El municipal


¡Sáquese roñoso! Mi perro tenía todo el cuero enlodado de tanto estar acompañándome ida y vuelta al río a recoger piedras. Me seguía mientras las acarreaba todas embarradas y húmedas para subirle la barda del panteón. En la tarde, para cuando empezó a meterse el sol detrás de los ahuehuetes del riachuelo y vi mis huellas desde atrás, al principio deformes y después más mías junto al lodo de los chanchos, ellos se refrescan y yo al talache, pensé para mis adentros, el perro igualito a mí y los cerdos -que envidia de vida- porque para morirme no me gustaría chillar así mientras arrastro al cadáver que me sigue.

Hacer bardas tiene su estilo el que te queden parejitas y derechas, no es fácil. Mira el remate, es lo más difícil, porque de él depende que el agua no se la cargue. Te atarugas, dejas una piedra mal y ya tienes para que el agua camine por ahí hasta que se agujere todo ese tramo y después… para abajo se viene todito el trabajo en una sola tarde de lluvia y ¡no estamos para eso! Menos ahora que quieren las bardas de a tres metros, me las tengo que hacer más anchas porque la mezcla es igual de pobre. Bien se me hace que tienen miedo que alguien se les escape del panteón tan fastidioso, antes, qué remedio, los que no se hallaban con el cura, pues jálense para el municipal. Porque ni chance les daba de inhumarse en tierra santa, aquí los tienen bien controladitos, quietecitos en su agujero. En este, los bien parados tienen su monumento lleno de nichitos que nomas sirven para que se caguen las palomas y guardar los ramos marchitos.

Antes pasaban los acompañamientos enfrente de la iglesia y nomas les echaban tantita agua de la fuente para que se fueran a enterrar medio benditos, bien envueltos en su petate porque ni para otra cosa les alcanzaba. Si no había para el perdón, menos para el entierro. Ni importaba quien era o para donde iban pero siempre los agarraba cuando menos lo esperaban –Están manchados de sangre- les decía el señor cura a los pobres y se daban por sorprendidos cuando les tocaba el panteón de las afueras que ni a barda llega, su cobija y su petate sobre una tabla pandeada. Y ahí los sembraban sin luto, donde ni agua hay cerca y hasta que se acabare la memoria… sin quedar nada de ellos. Las cosas están y existen, nosotros si no estamos… no existimos y esa es a razón del óbito.

Cuando anochece en este panteón llega la hora de las pesadillas y el tiempo de sumarse a ellas para tener una excusa creíble al vicio del sueño en las noches para tímidos en que la cárcel estrena recluso bajo tierra. Bien temidos se quedan ahí porque al final son un lugar seguro para esconderse ¿Quién buscaría en un cementerio? nadie, es un privilegio esconderse ahí. Las tumbas no tienen ojos pero sienten y ven imaginando un fracaso en el día mientras descansan del sol en lo profundo entretejiéndose con las raíces de junto y está ahí porque le da la gana de estar

Lo que me gusta del municipal es su orden, las hiladas tan derechitas y todos los montones de tierra tan parejitos, sin lapida que los distinga, con sus flores marchitas. Puras cruces de madera igualitas, en encrucijadas a escuadra de tierra seca y la vista para el cerro tan larga. Tan endosada al horizonte sin nubes, tan amarrado al paisaje como una piedra atada al cuello.

De esto es de lo que les quería platicar, nomas para que no me los agarren igual a ustedes de desprevenidos y ni la sientan llegar. Hagan las paces con el cura pero entiérrense en el municipal que ese no tiene bardas y se van a poder salir a espantar cristianos en las noches.

20091105

Muertos y Todos Santos


Mucha la gente del pueblo decía que no existía y él, nunca los desmintió. Prefería caminar por el pueblo con la alegría de los ignorantes (que siempre son felices) y aunque siempre tuvo la sensación de existir, nunca se concretó pues nunca murió, por la sencilla razón de que no existió y estaba asombrado por ello. Quizás por eso persiguió dejar una constancia que contradijera lo que sentía.

Salió del pequeño cuarto en que se ocultaba de la luz en la parte trasera de la sacristía, una especie de bodega que olió a tiempo que se estanca y ritos de una vez al año. Esperó a que las mujeres del pueblo terminaran de cuchichear en las esquinas para atreverse a ir a la fuente a lavarse y para tomar agua mientras se fijaba en el alegre correr de los niños rumbo a la escuela, cayó en cuenta que no era ni sábado ni domingo. Regresó a la iglesia y fue al lugar de las ofrendas y comprobó que tenía algo que comer, fue entonces cuando vio la nota críptica adosada al bulto de la ofrenda. Especuló que era una petición a algún santo, pero no, era una nota claramente dirigida a él por alguien que lo alimentaba y lo conocía.

Eso lo inquietó, pues siempre pensó que pasaba desapercibido entre la cortina y los escondrijos del coro o el confesionario vacío del fondo. -¡Pero si yo lo único que quiero es mantener limpia la iglesia!- Pero no, siempre había algo más detrás del placer que le producía el ruido de la escoba pasando entre los resquicios de las piedras y el olor a tierra de las mañanas arrastrándose por entre las viejas piedras.

Observaba la iglesia como algo vivo, que no pulcro, mientras el ruido de las oraciones como algo que lo transportaba, pero no era agradable a sus oídos y le llegaba de todos lados, se sintió mareado e inseguro. Y el hecho de que las comadronas cada día desafinaran con más gusto cuando intentaban cantar, lo llevo a prescindir del oído y concentrarse en la intención del canto, un casi llanto. Conocía cada una de las voces de mucho tiempo atrás y mientras adivinaba sus vidas, entendió que ese sufrimiento era gustoso y las plegarias correspondidas.

El espíritu del lugar le envolvía mientras lo recorría con la vista, subió al altar mientras fingía barrer. Aprovechó para tener una vista completa, la curiosidad lo llevó a la parte de atrás donde estaba la cripta y entró sintiendo que la transgredía. Ahí estaba, su nombre en una gaveta del nivel más bajo y sin pensarlo, buscó entre sus cosas el pequeño papel, puso la nota resguardada en un resquicio, después de todo… era para él. Limpió cuidadosamente la piedra gravada y trató de acordarse desde cuando permanecía ahí, sintió en sus ojos el reverberar de las veladoras que se consumían despacio atrás de él, como atravesándolo, y se sintió transparente, lloroso, y trató de levantar sus manos para enjugarse, no pudo.

Salió cuando creyó que estaba en un horrible y extraño lugar lleno de una música plana, atónica para su ser, y regresó a sus vanas actividades de todos los días, semanas, meses, años. Y así, cada día se sintió mejor después que ojeó aquella nota en el papel y el epígrafe en la laja. ¡Alguien sabía de él!

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